Todos
sabemos rezar. Es algo sencillo. Lo hacemos desde la más tierna
infancia. Lo aprendemos como se aprende todo, por imitación. La
mayoría hemos visto a nuestra madre o a nuestra abuela con un
rosario en las manos diciendo entre dientes una letanía apenas
audible e inacabable de oraciones que tampoco comprendíamos mucho,
pero que era como el “abracadabra” de un mago, porque esa letanía
servía para hacer milagros, para conseguir que Dios nos diera lo que
deseábamos.
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Manos orantes, de Durero. |
Con el
tiempo, al ir madurando, te vas haciendo racional, vas integrándote
en el mundo de los adultos, del trabajo, del consumismo, de lo que
llamamos “la realidad”, y en ese mundo no hay lugar para la
oración, porque además hemos descubierto que el “abracadabra”
no existía, que Dios no nos ha dado lo que deseábamos. Así que “no
perdamos el tiempo que hay muchas otras casas que hacer”. Pero
cuando la vida nos trae las pruebas que tenemos que superar
(pérdidas, enfermedades, rupturas, etc) nos encontramos perdidos
porque son situaciones que no podemos controlar desde la
racionalidad, porque nos superan y no tenemos donde mirar, a donde
pedir ayuda.
Todo esto
sucede porque no sabemos el auténtico y profundo significado de la
oración, porque no hemos aprendido a orar de una forma verdadera.
Rezar no es repetir de forma automática una letanía sin saber ni
experimentar el sentido profundo de las palabras que cual autómata
decimos una y otra vez. Ni tampoco es nuestra particular “Lista de
la compra” para que Dios sepa qué es lo que queremos que nos
traiga porque hemos sido “buenos”.
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Angelus, de Millet |
Oramos para
pedir y recibir algo que necesitamos o para dar gracias por lo
recibido. En el primer caso, hay que decir algo obvio: para recibir
primero hay que hacer hueco para eso que va a venir. Es decir, lo
principal en la oración es la humildad. Sí, humildad para vaciarnos
de toda nuestra vanidad, nuestro orgullo, nuestra soberbia, nuestro
egoísmo y, así, dejar lugar para que Dios nos llene con su gracia,
nos dé su regalo de amor y se haga un sitio en nuestras vidas. Y
cuando la oración sea para dar gracias, igualmente con humildad
debemos agradecer todo lo recibido compartiéndolo con los demás,
para volver a “hacer hueco” y que Dios pueda volver a llenarnos.
Tanto si
oramos con la repetición de mantras o letanías, como si oramos con
las palabras que nos salgan del corazón, debemos hacerlo desde la
humildad, sabiendo que no somos nosotros los que hacemos o logramos
algo, sino que es el mismo Dios quien, a través de nosotros, actúa
en el mundo, en la vida de todos y cada uno de nosotros.
“Pedid
y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”
(Mt. 7, 7)
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